Era un día histórico en Vigo. Y Vigo es una de esas ciudades a las que el adjetivo “histórico” le queda como ropa que es no de su talla. Pero lo era: un día histórico. En la ciudad no se hablaba de otra cosa. Cuando un equipo modesto puede conseguir una gesta, el fútbol se cuela en las rendijas de todas las conversaciones, se acomoda a ellas y las ensancha. El 15 de junio del año 2003, el Celta podía clasificarse para la Champions por primera vez en su historia. Y, casi de forma metafórica, nuestro rival era el realismo. Unos 9.000 aficionados de la Real Sociedad se habían desplazado a Vigo aquel día porque, de ganar el partido, podían conseguir la Liga. Básicamente, en Balaídos se enfrentaban dos epopeyas. Se enfrentaban todas las cábalas, sueños y frustraciones del mundo.
Todos en Vigo queríamos que la Real Sociedad perdiese aquella noche. Desde la grada de Río Bajo yo misma, histérica adolescente, recitaba en voz baja una suerte de plegaria creada con mi hermana, aliadas ambas en nuestras absurdas supersticiones: “Ganar, ganar, ganar, ganar, ganar”. La plegaria era bastante básica, como podéis comprobar. Lo que jamás me imaginé es que en el banquillo de la Real Sociedad también había un futbolista deseando que el Celta ganase. Lo que jamás me imaginé es que sentado justo enfrente de mí, en esos banquillos que me quitaban visibilidad cada jornada, había un futbolista de la Real Sociedad conjurando mentalmente un deseo prohibido: “Perder, perder, perder, perder, perder”.
Ese futbolista era Zuhaitz Gurrutxaga y en el libro Subcampeón (Libros del KO), escrito a cuatro manos junto al periodista Ander Izaguirre, Gurrutxaga cuenta cómo su ansiedad, depresión y trastorno obsesivo compulsivo severo le impidieron disfrutar de nada que no tuviese que ver con una derrota. Mientras todo San Sebastián vivía con expectación y euforia la posibilidad de conseguir el título de Liga en el año 2003, él lo vivía como un verdadero infierno. El Celta ganó 3-2 aquella noche de junio y algo en Gurrutxaga se tranquilizó, como una campana extractora que se apaga.
Gurrutxaga pide disculpas muchas veces a lo largo de Subcampeón. Se disculpa con los aficionados, con el club, con compañeros, y parece que también se disculpa con él mismo. Nunca pedirías perdón por una neumonía, pero hace 20 años —y todavía ahora— sí sentías que tenías que pedir perdón por una enfermedad mental. Hace 20 años —yo todavía ahora— uno empleaba energía en entender lo que pasaba, y además empleaba energía en disimularlo. La verdadera epifanía de alguien que sufre una enfermedad mental es comprender que esa enfermedad no le define, es solo algo que le está sucediendo.
No estamos acostumbrados a que quien cuente un episodio de ansiedad, depresión o trastorno obsesivo compulsivo sea un futbolista, una persona destinada a tenerlo todo, un tipo joven y exitoso, alguien tan bien pagado que podría hasta comprarse la felicidad si quisiese. Pero Gurrutxaga lo explica a lo largo del libro sin complejos y con un sentido del humor desbordante. Explica cómo en una ocasión llegó a simular una lesión para irse del campo.
Explica cómo por las noches, en la inquietud de su cama, deseaba que los entrenamientos solo consistiesen en correr; correr y alejarse hasta un lugar en el que nadie supiese que era futbolista. Explica cómo solo consiguió disfrutar del fútbol cuando jugó en un pueblito de 3.000 habitantes, Lemona, porque apenas iban un centenar de espectadores a los partidos y la presión se desvanecía. Explica, en definitiva, que se puede tener éxito y perder. Que se puede fracasar, pero que ser un fracasado es una cosa completamente distinta.
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y X, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites
_